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miércoles, 12 de junio de 2013

Nuestros genes contienen secretos relacionados con una vida larga y sana. Los científicos empiezan a desvelarlos.

Era una fría mañana de enero. La nieve coronaba las distantes montañas del Aspromonte y los naranjos rebosaban de fruta. Giuseppe Passarino conducía una furgoneta por una serpenteante carretera de montaña hasta el corazón de Calabria, en el extremo sur de Italia. Mientras la carretera ascendía entre olivos y árboles frutales, Passarino, genetista de la Universidad de Calabria, charlaba con su colega Maurizio Berardelli, geriatra. Se dirigían a Molochio, una aldea que tenía la peculiaridad de contar, entre sus 2.000 habitantes, con cuatro centenarios y otros cuatro con 99 años ya cumplidos.

Poco después encontraron a Salvatore Caruso, de 106 años, sentado frente al hogar de su casa. 
Caruso, a quien sus paisanos llaman «U’ Raggiuneri» («El Contable»), leía tranquilamente un artículo sobre el fin del mundo en un periódico sensacionalista italiano. Una copia enmarcada de la partida de nacimiento, el 2 de noviembre de 1905, presidía la repisa de la chimenea.

Caruso contó a los investigadores que gozaba de buena salud, y su memoria parecía prodigiosamente intacta. Recordaba la muerte de su pa­­dre, en 1913, cuando él aún iba a la escuela; que su madre y su hermano habían estado a punto de morir durante la gran pandemia de gripe de 1918-1919; que le habían expulsado del ejército en 1925 por haberse fracturado una pierna a causa de una caída. Cuando Berardelli se inclinó hacia delante para preguntarle cuál era el secreto de su admirable longevidad, el centenario dijo con una sonrisa pícara: «No Bacco, no tabacco, no Venere» («Ni alcohol, ni tabaco ni mujeres»). Añadió que de niño se alimentaba sobre todo de higos y judías, y casi nunca comía carne.

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